El cocodrilo se acercaba lentamente, acechando, nadando bajo el agua casi en su totalidad. Se dirigía hacia un niño, quien jugaba alegremente en la orilla del río que daba al patio trasero de su casa. La mamá estaba en la cocina llamando al hijo, que no había cumplido con lavar los platos. Se dirigió al río, suponiendo que lo encontraría por ahí. Casi al llegar, escuchó un grito aterrador e instintivamente corrió, solo para encontrar a su hijo tomado de una rama mientras la bestia intentaba sumergirlo apresando sus pies. Ella tomó al chico de las manos y jaló con todas sus fuerzas; pateó al animal para hacerlo desistir y siguió jalando. Después de gritos, forcejeos, patadas y jalones el animal se rindió y regresó al agua ya que, afortunadamente, era un ejemplar joven, que aún no alcanzaba todo su tamaño y fuerza. Cuando llegó la asistencia médica tuvieron que suturar las graves heridas de pies y piernas del niño. También tuvieron que suturar las palmas de sus manos pues la madre, en su intento de salvarlo, le encajó sus uñas con el ímpetu de los jalones. Con el paso de los años, las cicatrices tomaron significado: Las de las piernas recordaban el peligro de muerte; las de las manos, siempre serían señal de un férreo amor que no se rindió en ningún momento. Este es un testimonio verídico que leí en la revista Selecciones, hace muchos años.
Murieron también todos los israelitas de la época de Josué. Y así, los que nacieron después no sabían nada del Señor ni de sus hechos en favor de Israel. Jueces 2:10 DHH
Aunque el testimonio de esta familia es muy impactante, pudiéramos decir que es un evento inusual y poco probable para nosotros, pues la mayoría no tenemos un río con cocodrilos en el jardín trasero de nuestra casa. Sin embargo, es una expresiva representación de la lucha espiritual diaria que los adultos debemos hacer por los niños y jóvenes, especialmente los padres. En el pasaje bíblico del libro de Jueces, vemos que la generación que llegó a la tierra prometida después de 40 años de marchar por el desierto, falló en una importante tarea: enseñar a la siguiente generación a conocer al Señor. Los niños que crecieron durante el establecimiento de Israel en su regreso a Canaán jamás supieron de la promesa de Dios a Abraham, de la liberación de Egipto, de la apertura del mar Rojo, de la apertura del Jordán, de la victoria sobre Jericó, ni de ninguna de sus maravillosas obras a favor de su pueblo. Tampoco supieron de la Ley de Dios, que el Señor les entregó para darles identidad y para enseñarlos a vivir con sabiduría. Por lo tanto, no le conocieron, ni le amaron, ni le adoraron ni quisieron vivir para Él. Lo ignoraron y vivieron desenfrenada y neciamente, como cualquier nación pagana, sufriendo terribles consecuencias a lo largo de los siglos.
El mundo es como un río, en éste hay cosas lindas, como la frescura de su corriente y peces para admirar o comer. Pero también hay peligro de muerte: el enemigo siempre está al acecho, buscando aniquilar la vida espiritual de cada nueva generación, para que nunca conozcan al Dios que los ama y que quiere darles una vida abundante y eterna. Es mi oración que todos los adultos tengamos la fuerza para demostrar el amor de aquella madre, que no se dio por vencida y luchó sin tregua para salvar la vida de su hijo; que pongamos todo nuestro empeño por cumplir el trabajo que el Eterno nos encomienda con cada nueva generación y que entendamos que perseverar sin tregua en esta labor es la mejor manera de demostrar el amor. Pues a final de cuentas, la vida de de esos chicos está en juego y, un día, el Señor nos pedirá cuentas de ello.
Texto adicional: Deberán ser cuidadosos en obedecer fielmente estas leyes porque esa será la prueba de su sabiduría y entendimiento para las otras naciones que oirán de estas leyes y dirán: “Realmente, esta gran nación es de gente sabia e inteligente”…Pero sé cuidadoso en extremo para que no olvides lo que tus ojos han visto y no se borren de tu mente todos los días de tu vida. Enséñales todo esto a tus hijos y a los hijos de tus hijos. Deuteronomio 4:6, 9. PDT